lunes, 18 de enero de 2010

Mario Santiago Papasquiaro en situación (a medias)

Mario Santiago Papasquiaro quería otro tipo de tambor. Otro tipo de sonido para decir las mismas cosas infinitas de siempre, del vientre al Buda, al cerebro calcinándose de excitación, al miedo y asco en las ciudades del atolondre, a los tlacoyos, por primera vez instancia para la iluminación. Quiso su balbucir puros pinches nombres del pepino. Su afrontar que no todo crece en cráteras bien acá al mármol directamente traído desde la Grecia con su mejor talco, sino también a lo pendejo como los hongos en los refrigeradores apestosos del tercer mundo, o en los pies de las pasiones bípedas en su pesero cotidiano del tercer mundo.

Y es que al poeta le preocupa que la poetiza problemática del Tercer Mundo tenga su canción, su dignidad de super león zurcando el aire. ¿O es que también la imaginación ha de ser patrimonio de la exquisitez y sus exquisitos? ¿O es que el fraseo en alejandrinos bien sonantes es sólo para los educandos de las más mejores, prestigiosas, licenciadas academias del pasado grandilocuente y su colota de pavorreal?

De la escuela y las tradiciones y la reflexión del mero neoclasicismo (España, siglo XVIII ay merito el XIX, y su Larra y tantísimo bla honorable) y otros bigotes, por supuesto, hay que aprenderlo todo, reflexionarlo todo, mascando con una mandíbula chapada a los diez mil enfoques, está claro. Pero y las situaciones de nuestra desesperanza y subdesarrollo, a las condiciones de nuestro país tratado a las patadas por generaciones de vacíos presidenciales sin embargo con tiempo para resultar aparatosos, espectaculares —casi encantadores—, ¿cómo ignorarlas?, ¿qué conducta de altísima ética abarcante nos reclaman? Por eso los gritos urbanos, las generaciones perdidas en el ilusionismo de una mejoría venidera, como José Agustín, como el 1991 de la Maldita Vecindad…, y el Rockdrigo, y el infrarrealismo sibilante a lo grosero, y en el temblor en las piernas de quienes surfean sobre el lomo de la bestia roñosa que es Latinoamérica.

El arte necesita volverse versátil, animalejo ultra vidente, cañonería espontánea para llevar y encender en todas partes, velocidad altoparlante capaz de comunicarse auténticamente con el mundo, y un maldito espacio elástico donde las diferencias quepan con un propósito de superar la inteligencia con mejores inteligencias. Necesita tener la inalienable capacidad de responder de maneras humanas a las condiciones cambiantes, salvajes, del hombre. El arte que se devora a sí mismo, se contradice hasta el homicidio, está buscando un renacimiento, sabe que su pasado inmediato no es más montaña sino musculatura venida a menos, masa de tendones cuya imagen ha dejado de ser la de la vida para convertirse en la de la anquilosis, además formularia —es decir, de mal gusto.

El arte que se dinamita quiere parir. Un nuevo chayote que aprenda a ladrar conforme a su circunstancia, hijo del hombre de su tiempo, hijo legítimo de su necesidad, y no más fingimiento con resonancias tan sólo de mercado, de impacto publicitario sin la menos capacidad de relucir latente al interior de alguna conciencia. Y resultante. Como todos esperaríamos que fueran las cosas en poesía, en vida, en pensamiento: resultantes. Capaces, luego de su punto final, de extender una mano hacia los que nos sumamos contra la destrucción de las liberaciones y por la destrucción de las estupideces y las imposiciones impunes. Capaces, pues, de fundar un Manu Chao/Casa multinacional de las culturas, el intercambio y la jarana-tabla de surf para viajar al horizonte.

Papasquiaro, con la soledad de sus grandilocuencias chapadas en imaginación, en alucinaciones de tercer grado, y sus células repletas de ninfas borrachas, a su decir, quiere dinamita para su mundo circundante de beneficios bien entendidos, de servilleta de seda puliendo las nalguitas del Colegio Nacional y el Palacio Honorable de Todas las Becas. Porque los conocimientos de léxico precioso están bien, tienen que sumarse con respeto al plato de nuestro canal multicanal. Pero no son el único medio hacia la barriga lunar. Y el resto de talentos bullentes que pueblan el mundo, ¿qué recipiente merecen para su recepción?, ¿no son también dignos de los mejores homenajes en la compleja operación del reconocimiento de la otredad? ¿No están también cerca del estallido más importante de la raza humana, que hace patrimonio de sus éxtasis y logros traducidos al lenguaje de la cultura o, lo que es decir lo mismo, abiertos para todos? ¿Pero sólo en salas de museo displicentes y taxonómicas? ¿Por qué no también cederles la palabra, la butaca, el derecho a la expresión y a ser oídos con un respeto de verdaderos lectores, multitudinarios, o por lo menos audaces, o por lo menos abiertos? Que no hayan todavía cercenado su capacidad innata para fomentar el sembradío y la cosecha —el crecimiento.

Las clases sobre la sinécdoque y la aliteración deben salir a las calles, pintar sus máximas de sabiduría resumida en los muros, y abrir el debate con los apasionamientos de la pobreza, la ignorancia y la barbarie. Los primeros sorprendidos serían, justo, los retóricos. Y todos los enriquecidos seríamos, ni más ni menos, todos nosotros.

El verso debe andarse en el transporte público y la torta de tamal. No por folclorismo como por auténtico apetito de renovación y comprensión profundas.

¿O tenemos que esperar a que la masmédula se consagre como prestigio de las historias de la literatura, Fondo de Cultura, México, Dosmilquiénsabe, trad. del Francés por Panchito Mequetrefe, para confiar en su tentativa por el temblor, y aprender del arrojo de unos cuantos enloquecidos? ¿Hay que someter a examen de asepxia a los desconocidos antes de reconocerlos entre las arcas de nuestro Olimpo y darles su credencial electrónica enmicada en Munich o la granja de las tarjetas electrónicas?

Yo voy más por rayonear la catedral y hacer volar el Olimpo a lo nitroglicerina. Actitudes violentas que de trasfondo expresen una preocupación por la hermandad, por la purificación de la mística.

Yo voy más por, a lo Ginsberg, creer que el gafete que da licencia a los hombres para ser hombres ya lo llevan cargando desde el nacimiento y se llama aliento visceral, o algo así, y tiene mucho que ver con el mal olor de los pies y los huesos del pecho.

Quizás haya que regalar clarinetes en las secundarias, en vez de ejecutar operativos anti-drogas, y los resultados serían arbóreos. Ya ruge el talento por sí mismo, lo que le faltan son espacios y confianzas, apuestas, el arriesgue chido.

Resta todo por aprender. Y el que no experimenta se convierte en cascarita seca de una pobre nuez.

Mejor el estallido, beber el veneno. Los aplausos para la torta de migajón.

La música de la apertura viviente.

Alguien de tomar ofrézcale al Papasquiaro un vasito de agua de limón…, con su poquito y necesario piquetito de ron. Y yo me sumo a la fiesta y echamos una ficha. Para ir jalando.

Lo que vendrá será terrible. Necesitaremos ojos grandes al respecto.

1 comentarios:

D. dijo...

Hay algo en el lenguaje que me deja la sensación de que se deja de lado a una existencia que nos sobrepasa. Ayer hoy a una loca decir: "El quehacer es lo que me vuelve loca".

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